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El principio del fin

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Por: Jaime Hernández Ortiz

16 de noviembre de 2014.- No son pocos los que señalan que hay un México antes y uno después de Ayotzinapa. La detención ilegal, tortura, desaparición forzada y eventual asesinato de los 43 estudiantes normalistas ha desencadenado una profunda indignación nacional.

La imagen ya de por sí deteriorada del país ha caído a su nivel más bajo y las recientes movilizaciones y protestas, pacíficas en su mayor parte, ponen en duda la viabilidad de las reformas estructurales por las que apostó el modelo neoliberal. Lo único seguro hasta ahora es que iremos de mal en peor.

A la miseria en la que viven más de la mitad de los mexicanos, a los salarios mal pagados, al sistema extendido de simulación y corrupción y de ineficiente impartición de justicia se añade la impotencia para cambiar este orden de cosas.

No son pocos los analistas  que señalan que el sexenio de Enrique Peña Nieto ya tocó fondo y que en términos generales ya dio todo lo que tenía que dar.

Y es que los márgenes de gobernabilidad para el régimen autoritario con máscara de rostro humano que nos gobierna se han reducido notablemente, al grado de que se gobierna por medio de la fuerza y no del consenso.

En efecto, el desarrollo económico continúa estancado, el crecimiento industrial no se ve por ningún lado; existen múltiples y constantes regresiones en lo que a prácticas democráticas se refiere y un feroz acotamiento a las expresiones de autogestión y participación ciudadana como las consultas populares, particularmente la de reforma energética, que se ha traducido en un malestar mayúsculo.

Voracidad sin límite 

La voracidad de la oligarquía nacional no tiene límite y ya puso la mirada en el sistema nacional de salud,  en el Seguro Social y el ISSSTE; además que la embestida para privatizar la educación pública avanza irracionalmente intentando desarticular toda resistencia magisterial.

A esto le añadimos que no ha habido un avance significativo en materia de derechos humanos y de respeto a la legalidad.

Justamente en este contexto vemos la reedición de un presidencialismo que ha acotado el supuesto federalismo que se sustentaría en una unidad republicana con la imposición de gobernadores en Morelia y Guerrero.

Además, se ha gestado una nueva práctica de servilismo cortesano alrededor de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que se han abrogado para sí otra forma de la violencia legítima del Estado: la de legalizar las injusticias.

Si consideramos que los mexicanos tenemos el derecho a tener un orden social (e internacional) que haga plenamente efectivos los derechos humanos, estamos muy lejos de eso.

La violencia y la inseguridad que prevalece, generada no sólo por las mismas condiciones estructurales y jurídicas que hemos vivido, se acentúan aún más con la disolución del Estado social de bienestar que se ha practicado una especie de suicido asistido.

El ejecutivo federal,  Enrique Peña Nieto, acompañado de un aparatoso proyecto de mercadotecnia se supo vender como un presidente exitoso, eficaz, que da resultados, como el “salvador” de México, y que logró las reformas constitucionales que no habían logrado otros presidentes. Pero hoy la imagen que proyecta es igual o peor que la de sus predecesores.

Esto no es marginal. Los tres poderes del Estado mexicano no han podido restituir – por lo menos desde Juárez-  su representatividad, credibilidad y legitimidad. Y esto porque se antepusieron “pactos” y reglas no escritas por encima de las leyes formales y constitucionales que hoy por hoy son letra muerta.

Renuncia por anticipado

Lo sucedido en Ayotzinapa simboliza entonces la descomposición social, política y moral que vive el país, y la muestra más palpable de que el sistema y régimen que vivimos se ha agotado.

Este crimen ha revelado no sólo el genocidio mismo sino el lodazal de complicidad que ha habido entre distintos órdenes de gobierno y de gran parte de la clase política.

El régimen no encuentra cómo reaccionar, si flexibilizando sus estructuras para democratizarlas y hacerlas menos deficientes o desplegar más abiertamente mano dura y consolidar más y mejores formas de control social. Es posible más lo segundo, pero la masacre de Ayotzinapa ha llevado a un despertar inusitado de la ciudadanía sin precedente.

Las erráticas reacciones, respuestas, posturas e imposturas del gobierno federal y su política de sostenimiento de impunidad que han dado pauta a que se geste el principio del fin del actual régimen. Lo que pasa necesariamente por la renuncia de Enrique Peña Nieto.

Las presión internacional, la movilización ciudadana y del pueblo, las exigencias de justicia social terminarán por imponerse tarde que temprano. Así lo ha dicho la historia.

Lo que resta es evitar que el malestar ciudadano no se desborde en mayor violencia y que las autoridades dejen de simular que cambian las cosas para dejarlas igual.

¡Presentación con vida de los 43 normalistas ya!

¡Alto al acoso gubernamental hacia jóvenes y estudiantes del país!

La entrada El principio del fin aparece primero en La Jornada Jalisco.


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